viernes, 1 de julio de 2011

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Con su olfato superlativo percibía el olor a tomillo con sorprendente anterioridad al resto.



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Juan Ramón llamaba a Pedro Salinas “el levantino castellano” e incluso le consideraba su discípulo. Eso sería mucho antes de…



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Isabel García Lorca recordaba como hablaba muy mal de Pedro Salinas. Hasta el punto de que Zenobia llegaba a enfadarse con él cuando se ponía tan Juan Ramón. Cada verso de La voz a ti debida era una copia, decía. Federico se reía, le hacía gracia que  hablara mal de todo el mundo menos de Alberti.

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¿De dónde vendrá, se preguntaba, la simpatía de Juan Ramón por Alberti?




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Y hacía cuentas: andaluces los dos, ambas familias se dedican al vino, comparten colegio de los jesuitas en el Puerto de Santa María, ambos guardan relación con la pintura.


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Pocos sabían que Juan Ramón estudió pintura por gusto, como decía, en 1896 y algunos también han olvidado ya que Rafael fue pintor antes que poeta.



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A ambos la enfermedad les abre las puertas de la literatura.




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Si ya lo decía tu madre: ¡Qué fea es la muerte! Y ahí precisamente es donde reside tu temor: la supresión fea de una existencia bella.



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Cuando nadie te veía, te ponías a besar las piedras que figurabas que había pisado Matilde.



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Eras lo impecable. El vestido negro, sombrero de paja y la barba negra. Una sonrisa contrasta a tu lado con el mundo, ofrece puentes: Zenobia, siempre sonriendo.



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Hay un sofá donde, reclinadas, tus quejas y reproches medio adormecen la ira. La soledad es un mal negocio y el desamparo mala elección para el fin de los días.



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Un deleite que me ha durado desde la infancia es mirar entre las tablas de un muelle, de un puerto, escribes, el juego soleado del agua de debajo - ¡con la luna!


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Recordabas como la primera ansia de poesía pura apareció a los quince años. Cuentas que unas nubes rosas se desvanecían cada tarde en oro, en el azul, sobre tu el cielo de tu pueblo, Moguer. Y tú querías hablar de ellas sin relacionarlas con nada, de ellas sólo, con color y música de ellas.

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¡Maricón! el sombrerito ¡Maricón! y tú te escondías sin atreverte a salir y mirabas el pueblo desde el mirador de colores, ocultándote de aquellos niños que en su crueldad de parvulario te gritaban ¡Maricón!


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Era la hora del cartero. Hay siempre emoción cuando suena el timbre a la hora del cartero. Llegaba La Vanguardia, que cada día te quitaba una esperanza de un minuto.


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