sábado, 6 de marzo de 2010

4 horas en El Prado. [uno]

Museo del Prado. Poner historia de la pintura frente a los ojos es un lujo. Sigue lloviendo en Madrid. Lucas Crannach "El Viejo" abre la veda.




Las manos de Durero se esconden bajo unos guantes blancos, distintivo de estatus social privilegiado. Las mismas manos de pintar. Me viene a la boca la canción de Silvio :

Cómo gasto papeles recordándote,
cómo me haces hablar en el silencio,
cómo no te me quitas de las ganas
aunque nadie me ve nunca contigo.
Y cómo pasa el tiempo que de pronto son años
sin pasar tú por mí, detenida.


y de pronto ya no estoy ante un cuadro. No estoy en ningún lugar. O vivo en la melodía de un ensueño. Vuelvo a Durero. Ahora sé el porqué de la canción. Son sus manos, las mismas de pintar, las mismas de matar...


Te doy una canción y hago un discurso
sobre mi derecho a hablar.
Te doy una canción con mis dos manos,
con las mismas de matar.


Avanzo. Sala a sala recorro la historia. Pero mi atención a menudo se muestra más interesada por mis compañeros de visita: turistas variopintos. Observo las diferentes reacciones del ser humano ante la belleza fabricada. Todos son desconocidos, como este retrato de Durero que ahora se detiene ante mi. "Retrato de un desconocido". Imagino la frustración del historiador, del investigador, que escudriña papeles, libros, referencias, en busca de´la identidad oculta del retratado. Me fascinan los pequeños fracasos de los investigadores:

EL Bosco me impresiona. Haciendo un balance numérico, un reparto del tiempo, concluiría que el cuadro ante el que permanecí más tiempo delante detenido es "El Jardín de las delicias". Su simbología , su conexión con Francisco Ayala me lleva a Granada. Recuerdo ahora el libro del granadino y el curso sobre su obra que hice en la UGR. Rastrear su vida y su obra, importante testigo de la historia reciente de la literatura española. Oirle hablar, entrar torpemente agarrado del brazo de su mujer Caroline Richmond, y abandonar la torpeza de sus movimientos para dejar relucir la agilidad de su pensamiento, su claridad mental. Ahora, después de su reciente muerte, valora aun más la fortuna d ehaber asistido a ese curso.

El jardín de las delicias es un libro de recuerdos y vivencias en el que Francisco Ayala, como en el cuadro homónimo de El Bosco, aborda la dicotomía entre el amor y el dolor, la ternura y la crueldad, la vida y la muerte. Son piezas diversas, escritas a lo largo de los años, a partir de 1941, como si fueran noticias que reposan en las páginas de un periódico que amarillea en una hemeroteca. En realidad, son un espejo del mundo en el que vivimos. Están combinadas, según el propio Ayala, «como los trozos de un espejo roto» sobre los que, al asomarse, «pese a su diversidad, me echan en cara una imagen única, donde no puedo dejar de reconocerme: es la mía».


Salgo de la sala. Vicente López no tiene nombre de pintor. Sus admiradores me perdonen. Sin embargo sus cuadros llaman mi atención. A veces no sé decr por qué me gusta un cuadro, carezco de argumentos narrativos, pero gusto tengo, el mío. Y aquí el señor López me gusta. Retrata a Goya de manera espléndida:




Aline Wasson se muestra, unas salas más allá, enigmática . Modelo fetiche de Madrazo, posa sonriente en múltiples cuadros de éste. Sin duda es una chica Almodovar.


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